domingo, 30 de abril de 2017

EL RINCÓN DEL LECTOR

Cuento: EL CERCO (Del Libro: LOS INFILTRADOS) Autor: Rafael Carela Ramos “No digo que no fuera, ni digo que es posible; estoy contando cosas, que no tienen remedio” Felix Pita Rodríguez El teniente tenía razón. Zamora, tienen que estar en la viva, con los ojos bien abiertos; desconfíe de esta tranquilidad. Cuando menos se lo imaginen, los pueden tener encima, y si están desprevenidos, ya usted sabe. Sí, sí, teniente, aquí estamos en la viva. No sé, desde que el teniente habló, me quedé con la preocupación. No es que hasta ese momento pensara que no iban a venir por aquí: es que, la verdad, no había pensado en nada. Siempre creía eso como una remota posibilidad. ¿ No ocurrió así cuando lo de Menoyo?. Esperamos días enteros en el cerco, y nada. Ya casi nos habíamos acostumbrado a estar hablando con el AKA, mirando los caprichos del monte, tratando de encontrar semejanza en las formas de las nubes; que si una se parece a un caballo, que si otra a una roca; que las hay con cuernos como de búfalo: y las que tienen figuras de mujer. De noche, hasta aprendimos a seguir el rumbo de las estrellas, porque cinco días con sus noches así, son cinco días. Pero desde que vino el teniente con esas palabras, ya no fue posible. A mí me gusta más andar en el peine: de aquí para allá y de allá para acá, detrás de los bandidos infiltrados; aunque sea en estas lomas, que son como escaleras, es mejor. Siempre se está en movimiento, y cuando llega la noche uno puede descansar hasta el otro día, en que empieza a buscar de nuevo. Aquí no; se cansa uno de estar parado o sentado, en el mismo lugar: Y si se cuelga el fusil del cuello, se le cansa el cuello; se cuelga el fusil del hombro, y se le cansa el hombro. Y también se cansan los ojos de estar tan abiertos. No me gusta el cerco, y después que habló el teniente, me gusta menos. No sé, pero hay cosas que pasan inadvertidas, hasta una palabra o una hora. Nunca como ahora me pareció tan descampado este lugar, ni tan pequeña esa piedra que tenemos delante. Hubiera sido mejor una trinchera donde esconderle el cuerpo al frío, aunque no estemos en invierno, y donde es más difícil que entre una bala. Y esta noche con esa luna afuera, que deja ver y no deja ver las cosas. Si es bien oscura la noche, sólo hay que tener el oído despierto para saber por el ruido; pero si es así como esta, los ojos se vuelven locos, y tan pronto ven un hombre como un elefante. No hay quien controle los ojos en este mundo de claros y sombras, donde todo se confunde y cada cosa puede ser el enemigo. Entonces, la boca quiere gritar: ¡ alto, quien va!, y el dedo quiere halar el gatillo porque el estrépito de los disparos lo hace a uno sentirse mejor, le da seguridad, y le saca a uno el frío de adentro. Por eso en algunas noches de cerco, se forma esa balacera que nadie sabe cómo empezó, pero que empezó por alguien a quien los ojos y la imaginación se les volvieron locos, y no pudo controlar el dedo sobre el gatillo. Entonces, como no saben qué pasa, los de más allá disparan también, y así, poco a poco, se va extendiendo la explosión de la pólvora por la línea del cerco, hasta que el cerco completo le está disparando a la noche, a los hombres y elefantes de sombra, al cansancio de estar en un solo lugar, a lo que a veces hiela el cuerpo. El plomo es amigo del cerco…Entonces es cuando hay que ser jefe de escuadra; cuando venga un soldado y le diga a uno que acaba de ver un bulto. Y uno mire y mire y no vea nada. Pero lo peor es que se llega a perder la fe en las palabras, y viene otro y le dice que vio una cosa moviéndose. ¿Dónde? Allí, sargento, allí. Y uno vuelva a mirar, y aunque de verdad se nueva algo, con esta noche y tantas palabras uno no vea nada. ¿Y ahora, sargento, no lo vio? Entonces, cuando uno vea al fin, ya lo que se estaba moviendo está demasiado cerca, y en respuesta a la voz de ¡alto!, se escuche el sonido que casi no se oye de la granada en el aire, que apenas da tiempo a aplastarse contra la tierra, y después de la explosión, todo quede flotando. Y en medio de la plata que se desprende del cielo, que ni es luz ni es sombra, uno vea levantarse eso que se estaba moviendo, lo vea acercarse echando lengueticas rojiamarillas seguidas de un ruido de tableteo, en busca de uno. Y uno, con la tontera de la explosión tan cerca, no atine a levantar el AKA y apretar el gatillo. Entonces, las sombras vacíen los cargadores de sus armas sobre el pedacito del cerco donde están el jefe de la escuadra y un soldado, y el plomo, amigo otras veces, ahora le rompa a uno el pecho. Y cuando ya todo parece que se acaba, uno recuerde las palabras del teniente y recuerde otras muchas cosas que le ayudan a levantar el fusil, halar el gatillo, y de pronto las sombras se detengan bruscamente en su carrera, den unos traspiés como si perdieran el equilibro sobre algo, y se queden quietas sobre la tierra, sin poder lanzar lengueticas rojiamarillas, ni nada. (Colección Pluma en Ristre, Editorial Arte y Literatura, La Habana ).

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