viernes, 24 de febrero de 2012

Entierro de un amigo


Rafael Carela Ramos
La funeraria, poco atendida años atrás, ahora lucía diferente. Pintada, con nuevas sillas de plástico, balances de mimbre, climatizada y un servicio oportuno de café.
Todos los asientos estaban ocupados. El silencio era apenas violado por el susurro de conversaciones. En el local donde estaba el ataúd del difunto, los familiares, después de una noche en vela, apenas podían mantener los ojos abiertos, con el cuerpo abandonado al descanso.
Casi a las ocho de la mañana, la gente, convocada para esa hora, comenzó a moverse por el amplio salón, acercándose, poco a poco, a la escalera que conducía al primer piso del edificio.
Cuando la puerta del ascensor se abrió y salió el funerario con el carrito sobre ruedas, los que estaban sentados se levantaron. Se hizo silencio. El féretro fue montado en el carrito y las coronas de flores frescas y olorosas, pasaron a las manos de familiares y amigos, que desfilaron con estas por el pasillo abierto por los presentes, escalera abajo, hasta la entrada de la funeraria.
Con la misma solemnidad, el féretro fue introducido en el carro fúnebre, mientras la muchedumbre fue ocupando asientos en vehículos ligeros, un ómnibus  y motos. La caravana marchó hacia el cementerio.
Ya en lugar, las personas iniciaron el  camino hacía el sitio  indicado. Muchos, otra vez, recorrían las calles estrechas. solitarias, flanqueadas por tumbas de mármol, algunas de las cuales con labores que eran verdaderas obras de arte.
De nuevo pasaron por debajo de altos árboles que entrecruzaban sus tupidas ramazones creadoras de sombra y frescura; de nuevo bajo los ciprés, en medio del silencio mudo y la meditación; la tristeza y los recuerdos se apoderaron del lugar. Los cementerios son tristes, no me gustan los cementerios.
Los acompañantes se situaron alrededor de la tumba donde se depositaría el féretro. Cuando terminó el ritual, una mujer, de mediana estatura, rostro mestizo, pelo recogido atrás y entrada en años, inesperadamente, habló. Dijo de las virtudes del difunto, de lo mucho que lo querían sus familiares y amigos. No lo nombró Roberto, que así se llamaba su esposo, sino Yube, como le decían  todos.
Nunca había visto, en esas circunstancias, que hablara la pareja del fallecido. Encomié interiormente la entereza de esa mujer, que se atrevió a despedir el duelo, en medio del gentío y decir lo que dijo, sin que le quebrara la voz,  ni asomara el llanto.
Cuando desapareció el féretro bajo la loza de mármol, la mujer se quebró en llanto ronco y amargo; sólo, entonces, porque ella no  quería que él, en su postrer homenaje, la escuchara llorando.    
Nunca había visto cosa igual.

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